Con el verano el trastorno alteraba la vida en la charca,
lejos de lo rutinario, tedioso y del calor vaporoso, se vivían aventuras y algunas
revoluciones acaecían, donde Guille y los demás, haciendo cosas de las suyas, siempre aparecían.
-Antes, cualquier momento era bueno para echar
una siestecita – dijo Pepita Verdecita –.
-Con estos calores y encima esos diablos de
chiquillos… –le apuntó el sapo Japo-.
-Deberíamos darle un escarmiento –gritó el
lagarto, que ya estaba harto-.
Alberto, que parecía el más despierto, oyó
lo que decían sus vecinos charqueros, por lo que no tardó en idear algo que
sorprendería hasta al más calvo.
-¡Tengo una idea! Creo que esta noche reirá
hasta la más fea.
¿Qué habrá descubierto este búho que no para
de tramar?- Pensaron todos al oír el grito de Alberto-.
-Tú, Pepita, tienes fama de croar bastante,
avisarás para que vengan todas las ranas. Que se entere hasta la más distante.
Tú, Japo, que ganaste el concurso de quién
más se inflaba, convocarás de nuevo a todos los rivales. Y de paso que traigan
flautas y timbales.
A ti Cirilo, que eres el que más se parece
al cocodrilo, correrás la voz de fiesta para elegir al más feo y dientilargo lagarto,
se llevarán un susto de infarto.
Las horas previas transcurrieron entre ensayos
e instrucciones, todos reían y les pareció un plan de cojomelindrones.
Con la caída de la tarde, cuando el cielo se
ponía rojo, a pesar de no haber pegado ni un ojo, estaban ya todos expectantes.
Todo estaba acordado, Alberto, que para
estas cosas era un experto, parecía que se había aliado hasta con la luna, ya
que por no haber luz, es que…no había ninguna.
Un camino de luciérnagas brillantes era
visible desde lo alto, donde Guille y los demás preparaban un nuevo asalto.
Armados de cañas con punta y tirachinas, se pusieron en marcha ansiosos de
añadir ésta a las otras escabechinas.
Hasta
que sin darse cuenta, y por el camino
iluminado, hasta unos metros de la charca creían haber llegado. De
pronto, todas
las luciérnagas se apagaron, por lo que casi a oscuras quedaron, sin más
luz que la que Guille llevaba de su mechero, que para eso era el
primero.
Les llamó la atención el extraño ruido de la
charca, siempre tan calladita, pero que hoy estaba tan escandalosa, debido a la
visita de todas las amigas de Pepita. Por lo que caminaron y mientras…todos los
sapos se inflaron. Y se inflaron y se inflaron y se inflaron, y cuando los críos se
adentraron, todos los sapos se apartaron.
Cayendo y resbalando todos se
pusieron calados de fango. Con los dedos sucios y mojados se limpiaban los ojos
aún incrédulos y engañados. Era el momento de dar las luces de nuevo para el
concurso de belleza, y ahí estaban todos ellos feos y tirados, compitiendo con
los lagartos, enseñando los dientes y gritando asustados. Huyeron todos despavoridos, y se
fueron a la porra, donde quien gana es quien más corra.
La disco estaba montada, las luciérnagas ponían las luces intermitentes,
los sapos se carcajeaban, las ranas croaban y los lagartos posaban. Se lo
pasaron tan bien que hasta las chicharras, se apuntaron esa noche a la fiesta
de Alberto, que era aclamado campeón.
Como el búho que había logrado que a Guille y los
demás, esa noche, el culete le hubieran calentado sus mamás.